LECTURA DEL PÁRRAFO 20:

20. Jesús muerto y resucitado es el centro de nuestra fe. San Pablo, al enunciar en pocas palabras este contenido —utiliza sólo cuatro verbos—, nos transmite el “núcleo” de nuestra esperanza: «Les he trasmitido en primer lugar, lo que yo mismo recibí: Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura. Fue sepultado y resucitó al tercer día, de acuerdo con la Escritura. Se apareció a Pedro y después a los Doce» ( 1 Co 15,3-5). Cristo muriófue sepultadoresucitóse apareció. Por nosotros atravesó el drama de la muerte. El amor del Padre lo resucitó con la fuerza del Espíritu, haciendo de su humanidad la primicia de la eternidad para nuestra salvación. La esperanza cristiana consiste precisamente en esto: ante la muerte, donde parece que todo acaba, se recibe la certeza de que, gracias a Cristo, a su gracia, que nos ha sido comunicada en el Bautismo, «la vida no termina, sino que se transforma» [15] para siempre. En el Bautismo, en efecto, sepultados con Cristo, recibimos en Él resucitado el don de una vida nueva, que derriba el muro de la muerte, haciendo de ella un pasaje hacia la eternidad. 

Y si bien, frente a la muerte —dolorosa separación que nos obliga a dejar a nuestros seres más queridos— no cabe discurso alguno, el Jubileo nos ofrecerá la oportunidad de redescubrir, con inmensa gratitud, el don de esa vida nueva recibida en el Bautismo, capaz de transfigurar su dramaticidad. En el contexto jubilar, es significativo reflexionar sobre cómo se ha comprendido este misterio desde los primeros siglos de nuestra fe. Por ejemplo, los cristianos, durante mucho tiempo construyeron la pila bautismal de forma octogonal, y todavía hoy podemos admirar muchos bautisterios antiguos que conservan dicha forma, como en San Juan de Letrán en Roma. Esto indica que en la fuente baustismal se inaugura el octavo día, es decir, el de la resurrección, el día que va más allá del tiempo habitual, marcado por la sucesión de las semanas, abriendo así el ciclo del tiempo a la dimensión de la eternidad, a la vida que dura para siempre. Esta es la meta a la que tendemos en nuestra peregrinación terrena (cf. Rm 6,22).

El testimonio más convincente de esta esperanza nos lo ofrecen los mártires, que, firmes en la fe en Cristo resucitado, supieron renunciar a la vida terrena con tal de no traicionar a su Señor. Ellos están presentes en todas las épocas y son numerosos, quizás más que nunca en nuestros días, como confesores de la vida que no tiene fin. Necesitamos conservar su testimonio para hacer fecunda nuestra esperanza.

Estos mártires, pertenecientes a las diversas tradiciones cristianas, son también semillas de unidad porque expresan el ecumenismo de la sangre. Durante el Jubileo, por lo tanto, mi vivo deseo es que haya una celebración ecuménica donde se ponga de manifiesto la riqueza del testimonio de estos mártires.

 

AUDIO DEL PÁRRAFO 20: