22. Otra realidad vinculada con la vida eterna es el juicio de Dios, que tiene lugar tanto al culminar nuestra existencia terrena como al final de los tiempos. Con frecuencia, el arte ha intentado representarlo —pensemos en la obra maestra de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina— acogiendo la concepción teológica de su tiempo y transmitiendo a quien observa un sentimiento de temor. Aunque es justo disponernos con gran conciencia y seriedad al momento que recapitula la existencia, al mismo tiempo es necesario hacerlo siempre desde la dimensión de la esperanza, virtud teologal que sostiene la vida y hace posible que no caigamos en el miedo. El juicio de Dios, que es amor (cf. 1 Jn 4,8.16), no podrá basarse más que en el amor, de manera especial en cómo lo hayamos ejercitado respecto a los más necesitados, en los que Cristo, el mismo Juez, está presente (cf. Mt 25,31-46). Se trata, por lo tanto, de un juicio diferente al de los hombres y los tribunales terrenales; debe entenderse como una relación en la verdad con Dios amor y con uno mismo en el corazón del misterio insondable de la misericordia divina. En este sentido, la Sagrada Escritura afirma: «Tú enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser amigo de los hombres y colmaste a tus hijos de una feliz esperanza, porque, después del pecado, das lugar al arrepentimiento […] y, al ser juzgados, contamos con tu misericordia» ( Sb 12,19.22). Como escribía Benedicto XVI,«en el momento del Juicio experimentamos y acogemos este predominio de su amor sobre todo el mal en el mundo y en nosotros.El dolor del amor se convierte en nuestra salvación y nuestra alegría». [17]
El Juicio, entonces, se refiere a la salvación que esperamos y que Jesús nos ha obtenido con su muerte y resurrección. Por lo tanto, está dirigido a abrirnos al encuentro definitivo con Él. Y dado que no es posible pensar en ese contexto que el mal realizado quede escondido, este necesita ser purificado, para permitirnos el paso definitivo al amor de Dios. Se comprende en este sentido la necesidad de rezar por quienes han finalizado su camino terreno; solidarizándose en la intercesión orante que encuentra su propia eficacia en la comunión de los santos, en el vínculo común que nos une con Cristo, primogénito de la creación. De esta manera la indulgencia jubilar, en virtud de la oración, está destinada en particular a los que nos han precedido, para que obtengan plena misericordia.