RECORDANDO UNA FECHA MEMORABLE

El día 27 de septiembre de 1970 tuvo lugar en San Pedro en Roma un acontecimiento novedad absoluta en la historia de la Iglesia: el papa Pablo VI declaraba, con las formalidades de una proclamación solemne, a santa Teresa como «Doctora» de la Iglesia universal. Por primera vez en la historia del cristianismo se concedía a una mujer ese título que no es puramente honorífico, sino el reconocimiento de su santidad, que ya poseía desde el año 1622, al que se añadía el de la sabiduría. Teresa mujer levantaba cátedra junto a los gigantes intelectuales del cristianismo y de la cultura universal, los Santos Padres de la Iglesia: Agustín, Gregorio Magno, Ambrosio, Jerónimo, Juan Crisóstomo y otros muchos de la Iglesia oriental primitiva; Bernardo de Claraval y Tomás de Aquino en la Iglesia medieval, hasta los últimos doctores de los tiempos modernos.
Me refiero al título «oficial», el más valioso, pero que confirma la tradición sostenida durante siglos por todos los que conocían a fondo la sabiduría contenida en las páginas de sus escritos y que revelan una profunda experiencia de Dios. Esta es la gran aportación de los textos teresianos a la teología y la espiritualidad cristiana. Los amigos teólogos y confesores que la trataron en su intimidad sabían mucho de ese conocimiento sapiencial de los dogmas cristianos. Desde ese trato personal con ella pudieron hablar, a raíz de su muerte en 1582, de que Teresa era una mujer iluminada por el Espíritu Santo y que, en su grado maximalista, pensaron que guiaba su pluma hasta el extremo de escribir materialmente en su nombre.

Fray Luis de León, el primer editor de sus Obras completas,lo expresó en el prólogo a las monjas, confirmando lo que Teresa confiesa en multitud de ocasiones. Después de él, todos los que leyeron aquellos textos autobiográficos la tuvieron por «maestra», «doctora mística», «madre de los espirituales», etc. Toda esa corriente de exaltación de la inspirada escritora Teresa, mantenida durante siglos, fue aceptada por los papas comenzando por Gregorio XV que la canonizó en 1622. Y los elogios fueron creciendo desde León XIII hasta Juan XXIII, sin que se atrevieran a proclamarla oficialmente como «Doctora» de la Iglesia porque – decían- obstat sexus. El doctorado oficial estaba reservado a los varones y vedado a las mujeres. Esa ha sido la tradición mantenida durante siglos.
Vengamos al caso de la proclamación de «Doctora» de la Iglesia a santa Teresa de Jesús realizada por el papa Pablo VI. Para ello tuvo que superar una tradición de siglos que sus antecesores procuraron esquivar. Lo hizo el 27 de septiembre de 1970 en la Basílica del Vaticano con la esplendorosa liturgia que suele rodear estas celebraciones, presentes varios cardenales, obispos y representantes de la Reforma Teresiana y de los carmelitas de la antigua observancia y muchos fieles.
Para los que no conocen la prudente parsimonia con que se mueven los papas para superar las tradiciones y costumbres antiguas, es difícil que entiendan el gesto verdaderamente revolucionario lo realizado por Pablo VI. De hecho, ninguno de sus predecesores había traspasado la frontera impuesta por san Pablo: «Las mujeres se callen en las asambleas» (1Cr 14, 34). A cualquier crítico curioso le parecerá extraño que un texto tan circunstancial sugerido o impuesto por Pablo para la Iglesia de Corinto, haya sido normativo, casi con fuerza de dogma durante tantos siglos en la Iglesia excluyendo a las mujeres de la enseñanza, aun reconociendo su sabiduría y santidad, dos requisitos canónicos para ser declarados «doctores».
Aunque parezca mentira, la madre Teresa veladamente se rebeló en un escrito íntimo contra esa interpretación escudándose en una supuesta revelación divina. Ella la aplica al «encerramiento» de las mujeres, pero, por el contexto, se deduce que se refiere al mandato de san Pablo: «Diles -le sugiere Cristo- que no se sigan por una sola parte de la Escritura, que miren otras, y que si por ventura podrán atarme las manos» (Cuenta de conciencia, 16 de la EDE. Medina del Campo, julio 1571). No es la primera vez que las mujeres místicas se amparaban en supuestas revelaciones divinas para exponer con libertad sus deseos y creencias más profundas y revolucionarias.
El documento oficial Multiformis sapientia Dei, concluye con una formulación solemne como una definición dogmática, aunque no lo sea:»Apoyado en un conocimiento contrastado y después de profundas deliberaciones y en la plenitud de la potestad apostólica, declaramos a santa Teresa de Jesús, virgen abulense, Doctora de la Iglesia universal«. Un breve texto trascendental en la historia de la Iglesia del siglo XX.
La importancia del hecho -creo- no está solo en la novedad del mismo, sino en la trascendencia que tuvo y puede tener en el futuro de la Iglesia católica. En primer lugar, es un mensajepara la mentalidad de nuestro tiempo, aun sabiendo que el papa Pablo VI no «concedió» el título de doctora a santa Teresa porque lo poseía ya ganado por propios méritos, sino que le «reconoció» algo que ya era voz común desde el momento mismo de su muerte entre los teólogos, los primeros biógrafos y fue in crescendo en los Procesos de beatificación y canonización.
En segundo lugar, la proclamación de santa Teresa como «Doctora» por la autoridad suprema de la Iglesia significa que se reconoce no solo la santidad y sabiduría de las mujeres, sino la facultad de enseñar de manera oficializada en la Iglesia. Es significativo que haya sido santa Teresa la primera mujer en la historia de la iglesia en recibir ese título. A ese coro de varones se une ahora el de las mujeres santas y sabias abriendo el cauce para que otras santas y sabias se incorporen y llenen un inmenso espacio vacío como está sucediendo ya en el nuestro tiempo: Catalina de Siena, Teresa de Lisieux, Edith Stein e Ildegarda de Bingen. Los cristianos del siglo XXI estamos contentos de ver a las mujeres santas no solo decorando los templos, sino enseñando como grandes maestras de la cristiandad.

El papa Pablo VI dijo que no se trata de un magisterio jerárquico, pero no significa -dijo también- «una más baja estima de la sublime misión que la mujer tiene en el pueblo de Dios». Y es que más allá de ese magisterio está el de la mistagogía sapiencial o comunicación de la propia experiencia mística que tiene -entre otros muchos, hombres y mujeres- Teresa de Jesús. A ello se refiere la Santa -creo- cuando pretende con sus enseñanzas «engolosinar» a los lectores para que Dios les conceda los mismos dones y carismas que a ella. Al comunicar su experiencia de Dios, Teresa enseña como «Doctora» las misteriosas realidades de los dogmas del cristianismo que completan las especulaciones de los teólogos.
Por eso sus lectores nos sentimos acompañados y enriquecidos con la palabra de la «Doctora» Teresa de Jesús. Una de sus enseñanzas, que recorre todos sus escritos es la oración cristiana, sus formas activas y pasivas o místicas, ilustradas por dos hermosos símbolos: el agua y las cuatro formas de regar el huerto-alma: sacarla con una soga y un caldero; mediante una noria; regando la tierra con el agua de una acequia; y con la lluvia, más benéfica y sin ningún esfuerzo humano. Y el alma-castillo de siete moradas que recorre el orante desde la cerca exterior hasta el más profundo centro donde habita Dios.
Daniel de Pablo Maroto
Carmelita Descalzo